Realmente quise verla. Pero, no pude.
Quería verla de verdad. No a la distancia que la veía ahora, sintiéndome como una espectadora de su grandeza, como testigo silenciosa de su belleza.
El agua borra todas las huellas y a veces su corriente es tan fuerte, que separa los caminos, haciendo el suyo propio con determinación y con proyección infinita.
No recordaba lo verdes que eran sus ojos. O más bien, mi memoria no le hacía justicia a la luz que desprendían. Ahora, sin embargo, me parecía imposible pensar que no hace tanto, me perdía en su trazado ancestral, sin darme cuenta y sin darle mucha importancia.
Las gotas de lluvia caían, estruendosas y pesadas.
Cómo no me di cuenta que el universo y cientos de estrellas habitaban sus ojos, cómo no descubrí antes, que, entre ramas de verde más oscuro, fluían corrientes capaces de penetrar la más distinguida fortaleza.
Me quedé inmóvil, cuando finalmente pasó a mi lado.
Fue como una ráfaga gélida, el darme cuenta de que no se percató de mi presencia en absoluto. Un duro recordatorio de que la distancia, no es solo una elección, como medida de cautela, sino una consecuencia de los hechos y decisiones, que, aunque agrietados por el paso del tiempo, persisten inmortales.
Si con haber vivido un día, se puede sobrevivir a una eternidad, tendré que conformarme con mis sueños y las notas distantes de la melodía, que construían nuestras manos entrelazadas y nuestros pasos contiguos, cuando se dirigían hacia el mismo lugar.
Me parece irreal, la idea de olvidar cuando se ha amado o de intentar hacerlo, cuando aún se ama.
Tal vez, hay huellas que el agua no puede borrar. No cuando se graban en la piel y se van sumergiendo sutilmente, hasta fundirse en el centro de todo lo que se es posible ser.
Las gotas siguen cayendo, sin permitirme contemplar el cielo. Y, a pesar, de que no hay motivo por el cual deba esperar, pretendo aguardar, aunque sea por otro instante.