Me pregunto, cómo es que no noté, la vez primera en que la divisé, que mi aparentemente, inofensivo pasatiempo, se convertiría en la más honda e hipnótica fascinación.
Me encontraba fumando aquella tarde, sin saber por qué, ni cuándo, había retomado ese repulsivo y tan dañino hábito, pero, ahí estaba, inhalando y exhalando, enormes bocanadas de desesperanza y vergonzosa conformidad.
El invierno apenas comenzaba, sin embargo, el frío ya se había abierto el paso entre los cuerpos que rondaban la ciudad, instalándose como un invitado no deseado, que además está dispuesto a extender dolorosamente su visita, de manera indefinida.
No había almorzado y no me importaba.
Me quedaban menos horas de la jornada laboral que soportar, solamente, para pasar a soportarme a mí mismo y no poder evadirme.
Aquella tarde, el cielo era un lienzo de blanco radiante, que parecía recordarnos, a todos aquellos que osábamos levantar la mirada, que no éramos lo suficientemente aptos, para siquiera pintar un trazo vacío sobre su cuerpo eterno.
Ya no me quedaba cigarro que sostener, ni tampoco tiempo de mi receso, cuando divisé con el rabillo del ojo, un color vívido entre una masiva escala de grises.
Una señorita transitaba a gran velocidad por la vereda del frente, vistiendo un abrigo morado.
Su caminar parecía un balanceo rítmico y desde mi punto de vista, la mujer parecía sonreír, pero no se podía estar seguro.
Volví al trabajo. Volví a casa. Y al día siguiente, no almorzando nuevamente, en mi hora designada para tal necesidad biológica básica, volví a ver a la misma señorita.
Con un abrigo naranja esta vez, transitaba el mismo camino y del mismo modo que el día anterior. Sin embargo, me fue imposible ver su rostro con claridad y confirmar si sonreía realmente, o no.
El fin de semana transcurrió como un suspiro y el lunes en la mañana, desperté extrañamente motivado. Tenía algo que hacer. Averiguar si la joven sonreía, o no. Lamentablemente para mí, aquellos planes que anhelaba más de lo presupuestado, poder llevar a cabo, se vieron frustrados por un almuerzo obligado, en celebración del cumpleaños de alguno de los seres con los que compartía oxígeno, en mi área de trabajo.
Había más días en una semana y la mayoría eran días laborales, por lo que podría dilucidar el estúpido misterio, en otra ocasión.
La hora de almuerzo del martes finalmente arribó y me hallaba bien instalado, con un mejor ángulo y atento. Pero la joven no se presentó.
El miércoles la volví a ver, pero justo en el momento en que posicionaba mi cabeza para divisar su sonrisa o la ausencia de tal, uno de mis jefes se me acercó y me felicitó por la exposición que había realizado unos minutos atrás, bloqueando totalmente mi visual.
El jueves, la mujer vestía rojo. Sus pasos ligeros, aunque veloces, definitivamente tenían que ser impulsados por alguna canción. Mis ojos siguieron su trazado en el pavimento, con absoluta concentración, y justo antes de perderse al doblar en la esquina, creí ver un hoyuelo en su mejilla.
El viernes pasé todo el día en reuniones. Sentía mis dientes apretados y en mi receso estaba tan agotado, que fumé un cigarrillo con la vista clavada al suelo. Y no fue hasta llegar a casa, cuando me abrumó la frustración de no haber recordado estar atento a la vereda.
El fin de semana fue lento. Tuve algo de tiempo para pensar.
De dónde se me había ocurrido que la señorita iba sonriendo. Y cómo era posible haber divisado un hoyuelo en su mejilla, a tal distancia.
Tal vez estaba perdiendo mi cordura, para entrar a un nuevo estado de trabajador psicótico. Igualmente, productivo y desalmado, pero con algo más de pimienta que el resto. Regular, pero ligeramente torcido.
Aunque genuinamente, me divirtió la idea, sabía que mi racionalidad no había cambiado, ni en una sola pizca. Me encontraba demasiado atado al cemento, como para poder permitirme siquiera, la idea de flotar. De hecho, ya era marcadamente sorprendente el acontecimiento, de simplemente, haber podido notar a aquella joven caminar en la acera.
Los siguientes días los recuerdo amontonados y aplastados. Días corrientes, en los cuales la única variabilidad fue mi posición y ubicación, desde la vereda de mi edificio laboral, buscando el ángulo perfecto para alcanzar a contemplar el rostro de la joven, al pasar como la brisa.
Sin importar mis esfuerzos, era a lo menos imposible, distinguir sus rasgos, su mirada y eventualmente su sonrisa.
Tras mi seguidilla de fracasos, abandoné en gran parte, la idea de saciar finalmente, mi curiosidad. Después de todo, era extraño que un sujeto como yo, se viese envuelto en alguna clase de emoción, más allá de una monotonía segura y una eternidad de cansancio.
Sumado a lo ya dicho, comencé a masticar la idea, de que habría sido extremadamente inusual encontrar a esta mujer, separada de mí por una avenida en constante movimiento, nada más y nada menos, que sonriendo por la vida.
Por qué, alguien habría de hacer eso. Por qué, alguien sonreiría espontáneamente, en el ajetreo de una civilización globalizada y despersonalizada.
Cada vez me parecía más probable, el haber imaginado la sonrisa de aquella joven e incluso a la misma joven en sí.
Y en el caso de que fuera real. Qué hacía transitando por ahí. Hacia dónde se dirigía. Y desde dónde.
Si sonreía, cuál era el motivo y por qué, aquella motivación se repetía en los días.
Si realmente tenía hoyuelos, me preguntaba, si solamente afloraban al sonreír o eran un rasgo, más bien, permanente.
Tal vez, era preciso que resolviera mis interrogantes.
Tal vez, debía buscar verla de frente.
Tal vez, había decidido seguirla, y ponerles fin a mis especulaciones, de una vez.
Era un día viernes, con un cielo despejado, tras una noche de abundante lluvia.
Afronté el día de la forma habitual, pero al momento de mi receso, estaba decidido y preparado.
A penas la vi recorriendo el tramo inicial de la cuadra, atravesé con rapidez la calle que nos separaba, y emprendí rumbo firme hacia ella.
Me sorprendió lo difícil que fue alcanzarla, debido a la velocidad que le permitían sus piernas, y a la multitud alborotada. Y cuando finalmente lo logré, recordé que no tenía un plan para abordarla. No había pensado en qué le iba a decir, ni en cómo llamaría su atención. Finalmente, a pesar del hielo que atravesó mi espalda, simplemente lo hice.
Le toqué suavemente el hombro derecho dos veces. Ella se detuvo. Me detuve. Ella se giró hacia mí y me preguntó, en qué me podía ayudar.
Su belleza era innegable, e imposible de digerir con falta de antelación y tiempo, junto con la ausencia de sonrisa que la acompañaba y que luego floreció, tardíamente, y muy probablemente, debido a la incomodidad.
No recuerdo, qué le contesté o si le contesté algo. Pero, jamás olvidaré la idea que me abrumó, después de tal encuentro.
Quizás la señorita sonreía al caminar y mi intrusión la hizo cambiar de semblante, al tomarla por sorpresa y naturalmente, al ser un extraño.
No, mi duda no había sido resuelta si quedaba aún la remota posibilidad, de que la joven fuese sonriendo en su tránsito habitual.
Así pues, resolví efectuar un cambio de enfoque y para el término del fin de semana, había decidido esperarla de frente, al final del trayecto de la cuadra, justo previamente, a que ella doblara en la esquina. De tal manera, podría contemplar su sonrisa sin influir ningún cambio en ésta, y con el mejor ángulo posible, para apreciar si la mujer sonreía espontánea y constantemente en su caminar, como yo había creído desde un principio.
Esperé el lunes como un niño aguarda por navidad. Ansioso, pero en un buen sentido. Una ansiedad que se experimentaba, como un impulso que hacía más ligeros mis pasos y algo menos perceptible, mi peso y la fuerza de gravedad.
Los segundos parecían no correr y por varios instantes, sentí que aquel lunes tenía más tiempo que lo que hasta ahora, había durado mi existencia.
Finalmente, la hora del almuerzo llegó.
Me peiné el cabello y reposicioné mi corbata, como si fuese a asistir a algún evento de relevancia. Entonces, caminé de manera solemne y rápida, hacia la esquina decisiva.
Había llegado el momento, de dar una respuesta definitiva a mi interrogante.
A pesar del ruidoso acontecer, podía escuchar mi respiración, y así, noté el instante en que se detuvo, cuando la aprecié iniciar su caminata, en la cuadra en la que me hallaba.
Esta vez, su abrigo era verde. Verde, como la vida misma.
Aún no distinguía su rostro, pero por su caminar, no me cabían dudas de que era la mujer correcta.
La distancia se acortaba entre nosotros y ella se lograba hacer paso entre la gente, cada vez más fácilmente, dejándolos atrás, como quien se desprende de una carga pesada y no deseada.
Una vez que la tuve al alcance total y claro de mi vista, comprobé gratamente, que la joven sonreía.
Suspiré aliviado, como si se tratase de algo crucial.
Ella iba caminando, tan alegre como puede denotarse un andar. Sonriendo.
No, no le sonreía a las personas.
No, no sonreía momentáneamente, por algún recuerdo.
Sólo, sonreía. Caminaba, sonriente.
No podía creerlo, pero a la vez, lo sentía crudamente real. Tenía razón. Tuve razón.
La joven pasó por mi lado, continuando su trayecto. Y yo me quedé inmóvil.
Transcurrieron algunos segundos y noté, que yo sonreía.
Era un hombre, de pie en una esquina, sonriendo.
Llegué a casa, más tarde, en un dulce silencio, que no provenía de fuera, sino de dentro.
Los días siguieron avanzando y el ritmo de la vida no se detuvo, pero cada vez que se avecinaba mi receso, y divisaba desde el otro lado de la calle, a aquella mujer y su danzante caminar, sonreía.
Sonreía con ganas, y sonreía sabiendo, que ella también lo hacía.