Con la ilustración maravillosa de Cris Arriagada, que forma parte del colectivo Cliocomics !!!
Siempre que la visitaba, ocurría ese incómodo momento, en que me contemplaba con detención, haciéndome sentir como naturaleza muerta o un triste animal embalsamado. Y lo más probable, es que mi expresión fuese tan tétrica, como la de aquellos animales fríos. Con la mirada desenfocada, aterrada y paralizada.
Después de aquellos segundos interminables, solía decir lo que siempre decía. Casi de forma idéntica, en cada ocasión.
Eres su viva imagen. Eres igual a ella.
Nunca me agradó que mi tía abuela me comparara con esa mujer.
Me parecía tan lejana y desconocida, pero, lo peor, era el hecho de que se trataba de una mujer muerta.
Me comparaban y les recordaba a una persona que se encontraba bajo tierra. Lo que me causaba, desde pequeña, un cosquilleo inquietante.
Además, de soportar con frecuencia, aquella extraña dinámica, debía afrontar el hecho de que en la habitación del fondo de la casa, se encontraba colgado el retrato de aquella, de la que se suponía era viva imagen. Y no podía evitar mirarlo, al menos una vez en cada visita.
Miraba aquella fotografía en blanco y negro, para posteriormente, contemplarme a mí misma en el espejo del baño y proclamar en voz alta, una negativa total a cualquier parecido con aquella figura, con absoluta convicción.
Eso, hasta que cumplí treinta y tres años.
Habían transcurrido cinco años desde la muerte de mi tía abuela. Y durante todo ese tiempo, no había visitado nuevamente su casa. Sin embargo, ahora precisaba cuidarla por más una semana, debido a que mi madre me lo había pedido como favor, con un tinte de obligación y chantaje, para poder tomar un crucero junto a su pareja.
Usualmente, mi madre cuidaba del lugar, manteniéndolo como un museo perturbador, ya que vivía a escasos pasos de la casa.
Aunque pensé que lo más lógico era que se me encargase cuidar de mi hogar de la infancia, ella se lo había encargado a uno de los hijos de David. Y aparentemente, la responsabilidad de cuidar de la casa de mi tía abuela, parecía ser una labor de mayor importancia, por lo que no se le podía otorgar a cualquiera.
Vaya suerte la mía.
Ni siquiera iba a poder compartir con Simón. El perro anciano, más adorable que podría existir.
O tal vez, podría visitar mi antiguo hogar, en alguna de las noches de mi estadía obligada en el auténtico, pequeño museo escalofriante.
Después de todo, no se contraponía con mi deber y estaba segura de que algo de compañía de una persona de mi misma generación, en aquel pueblo de gente mayor, sería refrescante.
El día en que mi madre emprendería su viaje, me hizo un recorrido guiado por la propiedad que quedaría a mi cargo, explicándome algunos detalles del funcionamiento del agua caliente, la cocina a gas y las luces. Fue entonces, que noté el retrato de la hermana de mi tía abuela, aún colgado en la habitación del fondo, aunque cubierto por una tela gruesa, para protegerlo del polvo y la humedad.
Se me erizaron los bellos de los brazos.
Me instalé con cautela en una de las habitaciones más pequeñas, observando con detalle la decoración y la pintura de la pared, ligeramente resquebrajada.
No me costó trabajo dormirme, pero desperté agitada, sudorosa y desorientada, en medio de la oscuridad abismante.
Fue incómodo y extraño.
Decidí levantarme para beber agua y calmarme, encendiendo cada luz que se cruzaba por mi paso, hasta llegar a la cocina.
El lugar se sentía congelado, pudiendo visualizar mi respiración ascender y desvanecerse en el espacio.
Llevé uno de los vasos bajo el grifo y cuando abrí el paso del agua, no cayó ni una sola gota.
Lo volví a intentar, obteniendo el mismo resultado desalentador.
A la mañana siguiente, cuando estaba pensando en llamar a un profesional para que revisara las cañerías, mientras tomaba desayuno en la mesa redonda al centro de la cocina. El grifo del agua, ubicado a mi espalda, comenzó a gotear progresivamente, hasta chorrear. Rápidamente, me di la vuelta, entre asustada y sorprendida, pero al momento en que mis ojos lograron enfocarse en el grifo, el agua dejó de correr.
La explicación que cobraba mayor sentido, era que el fenómeno, probablemente, se debía a que parte del agua se congelaba en las noches frías y volvía a fluir cuando había mayor temperatura.
Durante la tarde, me dediqué a la lectura, hasta llegar a sentir hastío.
El tiempo avanzaba a otro ritmo en aquel lugar, haciéndose pesado, torpe e interminable en su andar.
Me encontré absorta en la contemplación del techo de la sala de estar, por lo que decidí explorar la propiedad para movilizar mis piernas.
Tenía la extraña impresión, de que, sin importar la gran cantidad de ventanas dispuestas en lugares estratégicos de la construcción, el espacio interior parecía lúgubre, como si hubiese una especie de filtro que mantenía a raya la luminosidad.
Después de descubrir algunas telarañas y esforzarme ansiosamente en removerlas, llegué al largo pasillo que llevaba al retrato de la dueña de la casa.
Me quedé estática, como un gato asustado calculando sus siguientes movimientos.
Respiré profundo y decidí espiar bajo la tela gruesa de color rojo, para contrastar la realidad de la imagen, con mis recuerdos.
Caminé cautelosa, hasta posicionarme justo al frente, del enorme cuadro.
Experimenté un cosquilleo tanto estimulante como inhibidor.
Tenía miedo.
Estiré suavemente mi brazo, hasta tocar la tela polvorienta con la punta del dedo índice. Sin embargo, al simple contacto de la rugosidad y la espesura de la tela, retrocedí, y me arrepentí de hurgar en aquel santuario tétrico.
Esa noche, volví a despertar con el pecho agitado, en medio de la oscuridad. Lo que se repitió, por lo menos unas tres noches más.
Estaba harta de esta nueva rutina tortuosa.
Durante el día me encontraba cansada y aburrida, por lo que había intervalos de tiempo, en que simplemente me perdía.
Una de aquellas tardes, mientras regaba el jardín anterior, me visitó Pablo, el hijo de la pareja de mi madre, que me había arrebatado la labor de cuidar de mi hogar de la infancia.
Cenamos, conversamos y bebimos vino.
-¡Veamos el retrato!- dijo de repente, entusiasmado.
-¡No!- contesté enérgica.
-¿Por qué te da tanto miedo? ¿Qué es lo peor que puede ocurrir? ¿Qué sea una señora horrible? De ser así, solamente la volvemos a cubrir y listo, problema resuelto.
-Prefiero no hacerlo. Es en serio…
Desistió de sus intenciones, gracias al fluir de la conversación y las risas.
Realmente fue un momento agradable, casi irreal, tras los días monótonos y las noches horrorosas que había pasado.
Quedamos en volver a reunirnos la siguiente tarde, en mi hogar de la infancia, para entretenernos y no envenenarnos en la soledad silenciosa del pueblo. Lo que me daba esperanza, de no enloquecer encerrada en la mansión del terror.
Me dormí ligera y con mayor facilidad, pero entonces la vi.
Teresa, la mujer del retrato, estaba a mi lado.
-No puedes confiar en nadie- decía
-Estás sola y te debes defender- susurraba
No sabía qué hacer. No podía moverme y su rostro se aproximaba al mío con una expresión insoportable.
Su boca se veía torcida y sus ojos desorbitados.
-¡No puedes confiar en nadie!- gritó, haciéndome chillar y despertar en medio de la oscuridad, empapada en sudor frío y aterrada, aunque abrazando el consuelo de que todo había sido una pesadilla.
Fui incapaz de conciliar el sueño nuevamente, así que vagué por la casa, como un alma en pena.
Me sentía ajena en mi propia piel y observada por unos ojos ardientes, que atravesaban paredes y me seguían el rumbo sin piedad, tras la gruesa tela roja.
Retrato maldito.
Me invadían las ganas de verlo de frente y no sentir nada. Para luego cubrirlo, abandonar la casa y regresar a mi vida en paz. Pero, no me atrevía más que a mirarlo desde la distancia.
Desperté con el ruido del timbre.
Era Pablo, quién venía a buscarme para cenar.
¿Cómo había transcurrido tan rápidamente el tiempo? ¿En qué momento me había dormido?
Lo hice pasar a la sala de estar y le dije que me esperara, mientras me daba una ducha y me cambiaba de ropa.
Cuando finalmente, llegamos a la entrada de mi antigua casa, sucedió lo impensado.
Simón, el perro anciano que adoraba, me ladró y me gruñó de tal manera, que me fue imposible ingresar a la propiedad.
Se veía furioso, asustado y a la vez, agotado por el gasto energético que implicada para un perro de su edad, expresarse y verse tan agresivo.
No sabía cómo procesar su intenso rechazo, cuando lo había visto hace tan poco, con una actitud totalmente opuesta hacia mí.
Finalmente, no nos quedó más opción que retornar al lugar del que habíamos venido.
Paseamos por el patio trasero de la propiedad, cuya inmensidad era intimidante, bajo la tenue luz de la luna.
Con el apoyo de una linterna diminuta, presente en el llavero que portaba Pablo, logramos encontrar la elevada reja negra, que le ponía límite final, al espacio. La recorrimos a lo largo, hasta que nos encontramos de golpe, con unos arbustos esplendorosos y ramas largas, que caían desde algún árbol, balanceándose hacia nosotros.
Intentamos correr la barrera verde que nos impedía el paso y notamos una elevación rocosa, protegida por aquella frondosidad.
Nos agachamos, entrando en la especie de gruta natural, que formaban las ramas, y con la luz de la linterna, apreciamos nuestro hallazgo.
Una piedra gris, tallada con escritura elegante, luciendo el nombre de Teresa, su epitafio y el rango de fecha de su existencia.
¿Nos habíamos encontrando con un monumento para recordarla, o realmente, sus restos yacían bajo la tierra que pisábamos?
Ambos, nos devolvimos con excesiva prisa al interior de la casa.
Era preciso que llamase a mi madre y le preguntara acerca de nuestro siniestro descubrimiento.
No podía seguir durmiendo en aquel lugar, sin saciar la duda puntiaguda que se había presentado, ante la contemplación de aquella piedra pulida. Pero, me sentí asfixiada, al obtener por respuesta, el hecho de que el cadáver de la hermana de mi tía abuela, efectivamente, reposaba en el terreno en el que me encontraba. Y mi madre, me había ocultado ese detalle, para que no me negase a cuidar la casa.
Superé la fase del pánico, gracias a la compañía de Pablo y la comida. Sin embargo, mi único consuelo verdadero, eran los escasos días que restaban, para finalmente, poder marcharme.
Era de madrugada y nos encontrábamos en el sillón, acurrucados, cuando las caricias subieron de tono.
Pablo me apretaba contra su cuerpo, mientras me besaba el cuello.
Cerré los ojos, disfrutando el ritmo y la calidez del momento, pero en cosa de segundos, la imagen de la lápida de Teresa se posó en mi mente y experimenté una intensa repulsión.
Sin pensarlo, empujé lejos a quién estaba sobre mí, haciéndolo caer estruendosamente, desde el sillón a la mesa de centro.
Él se disculpó, por la impertinencia aparente. Yo me disculpé, por la violencia innecesaria.
Finalmente, contrariado y ebrio, Pablo se marchó.
Aquella noche, sin quererlo y luchando con toda mi voluntad, en contra del deseo de mi cuerpo, me dormí. Volviendo a encontrarme con la imagen viviente de Teresa, en otra pesadilla.
Me miraba de frente, agarrándome de los hombros, casi atravesando mi piel con sus uñas filosas, mientras me sacudía y me gritaba:
-¡Él vendrá por ti y debes estar preparada! ¡No debes confiar en nadie! ¡Él vendrá por ti!
Me senté en la cama de golpe, gracias a un ruido sordo. Sin tener tiempo de recuperarme tras la experiencia onírica desagradable.
Me levanté, encendiendo todas las luces que encontré y espiando por las ventanas, para hallar el origen del ruido.
Las puertas estaban bien cerradas y no se volvió a escuchar nada extraño. Por lo que me tranquilicé y me tomé un café, en compañía de la televisión, para no cerrar los ojos, hasta ver la luz del día.
Rechacé la invitación de Pablo, para un nuevo encuentro, y una vez que recobré la sensación de persona funcional y cuerda, decidí afrontar mi miedo de una vez por todas.
Caminé nuevamente, por el pasillo interminable, hacia el retrato que cada día, me parecía de mayor tamaño.
Tiré de la tela gruesa con mis manos. Pesaba y se experimentaba tensa, casi adherida al cuadro.
Para mi sorpresa e intensa frustración, no fui capaz de movilizarla, ni un solo milímetro.
Me devolví ardiendo en rabia, desquitándome en tareas de limpieza doméstica y algo de ejercicio, para intentar caer en los brazos de Morfeo, instantáneamente, cuando se aproximase la hora.
Para mi suerte, no hubo pesadillas, pero mi sueño se interrumpió igualmente, por el mismo ruido que había oído en la noche anterior.
Lo ignoré y me cubrí la cara con dos almohadas.
Fui un ser fusionado a su pijama, hasta que llegó el último día de tortura, previo a la libertad.
Sabía que mi madre llegaría al amanecer, por lo que, la sola idea de verla regresar y poder huir de esta labor tediosa, me hacían sonreír como nunca.
Sin importar si dormía horriblemente o si no podía hacerlo, pronto escaparía del museo del terror.
La noche arribó, salvaje e imperdonable.
No tenía nada que perder, así que me acurruqué con una frazada, en una de las sillas de la cocina, acompañada de galletas y leche.
El ruido sordo hizo su aparición, pero esta vez no sólo me despertó. Se repitió y se escuchó cada vez más intenso.
Me levanté de la silla y tomé uno de los cuchillos de cocina, que había usado en la tarde para comer fruta.
Escuchaba pasos en extremo pesados, por fuera de la construcción sólida.
No me atreví a encender la luz, guiándome por los rayos de luna que se colaban entre las cortinas, y me fui aproximando a la puerta trasera de la cocina, que parecía ser golpeada y manipulada, para ser abierta.
De pronto, se abrió de golpe, dándole paso a una figura oscura que se abalanzó sobre mí.
En medio del forcejeo, logré clavar mi cuchillo en el muslo de mi victimario y se oyeron gritos, al tiempo que las luces se encendieron.
Mi madre y David habían llegado.
Pablo había querido hacerlos entrar por la puerta trasera, para sorprenderme, y yo lo había apuñalado en el muslo.
Le presté ayuda en el suelo y comprimí la herida que le había causado.
Se hizo el llamado respectivo a la ambulancia e hicieron pasar todo como un accidente casero, para que no tuviese problemas.
David, nos avisó por llamada, que todo estaría bien con Pablo, haciendo que lograse respirar y pudiese abrazar a mi madre sin culpa, ni tanta vergüenza.
-Estar en esta casa me enloqueció. No me vuelvas a pedir que regrese- le dije.
Noté el miedo en su mirada, junto con un brillo, como el que se experimenta antes de llorar.
-Perdón por el desastre, mamá.
-No hija, tranquila. No es eso lo que me perturba. Es sólo que, no quiero causarte más malestar, después de lo que has vivido.
-Dime. ¿Qué sucede?
Mi madre me comentó a media voz, que Teresa había matado a un hombre y que a los días después, se había suicidado.
Teresa alegaba haber perdido la cordura. No podía dormir y tenía la sensación de que algo horrible le sucedería.
Un día, sufrió una caída fuerte, comprometiéndose de conciencia y despertando cuando un vecino, intentaba socorrerla y levantarla del suelo.
Fue entonces, que ella tomó un cuchillo de la mesa de la cocina y apuñaló al hombre, hasta el cansancio.
Tras sopesar lo sucedido, llamó a tu tía abuela y juntas, enterraron al hombre en la propiedad.
El vecino que la había venido a ayudar, era un hombre anciano, que vivía solo y no tenía familia que preguntara por él.
Teresa, nunca se recuperó de lo ocurrido y continuaba argumentando que hace meses, no se sentía ella misma. Que lo que había sucedido se debía a ello. Que alguien la perseguía.
Aunque tu tía abuela la cuidaba, una tarde, tras salir a hacer las compras, encontró a su hermana colgada en uno de los árboles más cercanos, a los restos del hombre que había asesinado.
La escalera de madera que usaba para recolectar fruta, estaba a su lado.
La enterraron, tal y como solicitaba en la carta que había dejado. Junto a aquel al que le había dado muerte.
-Sé que te puede sonar insólito, pero lo ocurrido me trajo estos eventos a la memoria. Y en cierto sentido, siempre tuve miedo de que algo extraño te sucediera, por parecerte tanto a ella. Sentía que, a pesar de que no la conocieras, sus genes o el destino, podrían influenciarte.
La idea de que los ciclos se repitiesen en las familias, así como sus tragedias, nunca me convenció. Sin embargo, la verdadera historia tras la muerte de Teresa, era absolutamente descabellada y terrorífica.
No sabía qué me perturbaba más.
Por un lado estaba la historia real y macabra de la hermana de mi tía abuela, junto al encubrimiento de un crimen. Y por el otro, los pensamientos de mi madre al respecto y el hecho de haberse guardado estos hechos por años, sin mayor cuestionamiento.
A pesar de mi análisis inicial, solamente me atreví a decir:
-Pero, no me parezco a ella. Recuerdo el retrato y aunque me daba escalofríos, solamente era una persona, y una muy distinta a mí.
Tenía un sabor amargo en la boca y un vacío quemante en el estómago.
Calmé a mi madre y le aseguré que todo estaría bien, sobre todo, si me marchaba lo antes posible de aquella casa.
Una vez empacadas mis pertenencias y estando lista para partir, me asaltó la curiosidad punzante.
Con cierto temor y arrepentimiento prematuro, le pedí a mi madre, que me mostrara el retrato, antes de huir de regreso a mi vida y olvidar por completo la existencia de aquel lugar.
Caminamos juntas, por el larguísimo pasillo, casi de forma solemne.
Me espantó la facilidad con la que mi madre quitó la tela, como si se tratase de una sábana ligera.
Levanté la mirada desde el suelo, con lentitud, para finalmente posar mis ojos sobre aquella imagen.
No podía creer lo que estaba viendo.
Se me congeló la sangre y mi respiración entrecortada inundó la habitación.
Aquel retrato, parecía ser una fotografía mía en blanco y negro.
Definitivamente, no recordaba su rostro así.
Era su viva imagen.
Era igual a ella.