Tuvieron que pasar varios años, para que pudiese enterarme de la verdadera historia, tras aquel evento inolvidable del primer día de clases, cuando tan solo tenías siete años.
Lo que recuerdo, fue mi visión del asunto.
La sorpresa de verte llegar descalzo y la gracia de tu respuesta a mis interrogantes.
Ese primer día de clases, ibas con zapatillas nuevas. Y no cualquier modelo de calzado. Eran las zapatillas que tanto anhelabas, las que estaban de moda y que todo niño aficionado al fútbol necesitaba poseer.
Estabas radiante, ordenado y limpio, al partir la jornada. Sin embargo, al retirarte de la escuela, por la tarde, te subiste al automóvil, notablemente sudoroso y polvoriento. Sin mencionar, el detalle más relevante, que era el hecho de encontrarte descalzo.
Contemplé tus calcetas de algodón, previamente grises, teñidas del color de la tierra. Y enseguida, te pregunté, qué les había sucedido a tus zapatillas.
Me miraste perplejo, aparentemente sorprendido de que notase la falta de calzado. Para luego contestar, que habías extraviado una zapatilla. Entonces, consulté qué había sido de la otra, para escuchar que también la habías perdido.
Sonabas muy serio al respecto, pero no pude evitar reír.
No tenías forma de conocer las largas horas de trabajo que habían costado esas zapatillas. Lo mucho que había discutido con el vendedor para que me diese el color exacto que querías, que precisamente, era el más peculiar.
Tampoco tenías idea, de que me sería imposible, conseguirte un par nuevo.
Te miré. Estabas sonriente y visiblemente cansado. Tan pequeño y tan grande. Y sin más que decir de lo ocurrido, partimos a casa.
De vez en cuando, me pregunté, cuál había sido el destino de tus zapatillas, aquel misterioso día. Sin poder evitar reír, ante el recuerdo de aquel niño pequeño, caminado descalzo y explicando el hecho, con tal simpleza y naturalidad.
Jamás habría imaginado, que me lo contarías, con tu hija en brazos, bebiendo vino y comiendo un asado de los que tanto me gustan.
Ese primer día de clases, estaba ansioso por volver a ver a mis amigos.
Quería mostrarles mis zapatillas nuevas y estrenarlas en un partido.
Recuerdo, que, al llegar a sala, algunos compañeros me dijeron que estaba usando calzado de mujer.
Les parecía inconcebible que hubiese querido la versión burdeos, en vez de las de color dorado. Y, por supuesto, decían que eran rosadas, a pesar de mis aclaraciones.
No fue hasta que el profesor intervino, diciendo que no había colores propios de mujer u hombre, y alabando mi gusto, que dejaron de molestarme.
Cuando finalmente, llegó el recreo, mi grupo de amigos y yo, estábamos más que listos para jugar un partido en la cancha del patio.
Corrimos extasiados. Formamos rápidamente los equipos y comenzamos a correr con la pelota.
No llevábamos mucho tiempo de juego, cuando arremetí con todas mis fuerzas al arco, para anotar un gol fenomenal, que nadie celebró. Puesto que, al momento de patear, junto con la pelota, una de mis zapatillas voló, traspasando la pared que consistía en el límite del colegio, con un potrero abandonado.
En ese instante me invadió el arrepentimiento.
Sabía que debería haberme abrochado las zapatillas, pero por cuestiones de moda, prefería que se vieran anchas y por ello, introducía los cordones a los lados y no los ataba.
No podía creer que ese hubiese sido el motivo, por el cual se extravió una de sus zapatillas. Sin embargo, aún faltaba conocer la forma en que había perdido el par.
Cuando transcurrieron unos segundos de silencio. Nos miramos boquiabiertos e implícitamente, supimos nuestro proceder.
Nos dirigimos, los cuatro, hacia el potrero, por una de las rejas vulneradas, en la parte trasera de la escuela. Lugar, conocido por todos, ya que, nos habíamos escapado previamente a jugar en la tierra y a arrojarnos piedras entre nosotros, en más de una ocasión.
Los demás compañeros, retornaron veloces, a la sala de clases, con el afán de intentar cubrirnos.
Solamente el grupo de amigos más cercano, se atrevió a emprender la travesía.
Nos habíamos alejado bastante de la estructura externa de la escuela, cuando oímos el timbre, que daba aviso del término del recreo. Pero, no nos importunamos, puesto que teníamos una misión: recuperar mi zapatilla.
En el potrero, había un canal grueso, que solíamos saltar. La corriente era intensa y parecía ser hondo.
Nuestro mayor miedo, era que mi zapatilla, hubiese caído al agua. Idea que se fue acrecentando, cuando ninguno halló rastro alguno de mi calzado, al dividirnos en búsqueda por el terreno.
Espontáneamente y con aire de derrota, nos reunimos en una de las orillas del canal.
Juan, fue el primero en divisarla y apuntar con el dedo.
Mi zapatilla, se encontraba atrapada por unas ramas, que le impedían a la corriente, llevársela para siempre.
Nos miramos y nos pusimos en acción: había que sacarla de allí y tenía que ser pronto.
Recolectamos varios tipos de maderas, con la finalidad de medir la profundidad del canal y de poder alcanzar y acercar el objetivo.
Nicolás, sumergió la varilla más larga que encontramos, sin lograr tocar el fondo con ella.
Definitivamente, no podíamos meternos al agua para rescatar mi calzado.
Nos posicionamos estratégicamente y comenzamos a estirarnos, con ramas en las manos, buscando tocar siquiera, la zapatilla. Pero, tristemente, no estábamos ni cerca de rosarla.
Decidimos cambiar el plan de acción.
La idea era lograr que mi zapatilla se soltara y avanzara con la corriente, hacia un trecho más angosto del cuerpo de agua, donde la esperaríamos, para atraparla con maderas alargadas.
Comenzamos a arrojar piedras en su dirección, hasta que, sin previo aviso, mi zapatilla avanzó por la corriente, flotando cual velero.
Quienes tenían la misión de interceptarla, no lo lograron. Así que, comenzamos a correr, siguiendo su trayecto, desesperados e inyectados de adrenalina.
Se podía respirar el compromiso y el sentimiento de equipo.
De repente, Juan, apareció a mi lado, con una soga, probablemente robada del sitio de construcción que colindaba con el potrero.
– ¡Rápido, amárrenme! – Gritó
Quería sumergirse en la corriente, amarrado y sujeto por el resto de nosotros, para que no fuese arrastrado junto con mi zapatilla.
Todos parecían convencidos.
Era la única opción y el tiempo se agotaba.
El rescate, parecía valer todo sacrificio.
Juan, que era el más delgado y pequeño en estatura del grupo, envolvió su torso con la soga y se aseguró con un nudo dudoso. Los demás, tomaron un trozo de lo que sobraba, listos para hacer fuerza.
Solamente faltaba, que diera la señal.
Estaba atrapado en la historia, sin pensar en el peligro al que se habían expuesto esos niños, por recuperar su preciado tesoro.
Totalmente dispuestos a ensuciarse, rasmillarse, arriesgar su vida y una reprimenda de sus padres, por auxiliar a un amigo.
Al contemplar los rostros de alarma que me rodeaban, una sensación repentina de serenidad me invadió. Una especia de revelación, para poder ponerle un alto a los acontecimientos extremos que se avecinaban.
Supe que debía dejar atrás mi zapatilla y detener el ímpetu de mis amigos.
No quería que algo malo les sucediese.
– ¡Dejen que se vaya! -grité.
Los tres, comenzaron a increparme y a justificar el hecho de que Juan se sumergiera, como una excelente idea. Entonces, en un acto simbólico y decidido, me quité la zapatilla que aún llevaba puesta y la arrojé al canal, con todas mis fuerzas.
No lo podían creer, pero lentamente, soltaron la soga y nos agrupamos para contemplar las zapatillas, una tras de otra, marcharse para siempre.
Ya no había nada que se pudiera hacer.
Les dijimos adiós con las manos y nos devolvimos por donde habíamos llegado.
Mis amigos, me acariciaban la espalda, en gesto solemne.
Ya de vuelta en la escuela, sorprendentemente, ningún adulto notó que andaba descalzo. Terminó la jornada y allí fue cuando te encontré en el auto.
Nunca hubiese podido adivinar, ni imaginar, tal hazaña. He ahí la gracia de una buena conversación y las historias perfectamente conservadas.
Anónimo 28 de marzo de 2021
Hermosa historia, me soltó una lagrimita el final.
:,)